Lo importante no es por quién vamos a votar, sino por qué vamos a votar. No es el rostro lo que vale; es el puñado de esperanzas que nos impulsa a creer que ese rostro guarda una promesa. Lo único que es lícito afirmar sobre los candidatos presidenciales es que todos son buenas personas (de los candidatos a legislador y a otros puestos de elección no me atrevería a afirmar lo mismo). Pero las virtudes que les acompañan son muy desiguales, ya que responden a consideraciones muy subjetivas.
Por fortuna, no es necesario que nos pongamos de acuerdo en los atributos que se precisan en el futuro mandatario. Antes bien, la democracia nos permite escoger sin acuerdo previo sobre características específicas. Es perfectamente legítimo que para algunos la experiencia en el manejo de asuntos de Estado sea un valor decisivo. Del mismo modo, es igualmente válido votar por la honradez de un individuo o por sus ideales o su programa de gobierno.
La democracia está hecha de todas estas razones, y también de otras que no son del todo positivas. Las campañas negativas, aquellas que señalan por qué equis candidato no será un buen titular del cargo, siempre juegan un papel, aunque la mayor parte del pueblo hoy las rechace. Este rechazo es fruto de la vida en democracia.
Durante la dictadura, por ejemplo, los candidatos oficialistas siempre estuvieron marcados por la campaña negativa, que, dicho sea de paso, siempre tuvieron mucha aceptación en un público decididamente antimilitarista. Eran otros tiempos.
En cualquier caso, no debemos confundir las campañas negativas con las sucias, que son una verdadera violación de la convivencia pacífica. Las campañas sucias son aquellas que carecen de un argumento político y sólo buscan desacreditar a la persona moralmente recurriendo a hechos no esclarecidos de un pasado remoto o reciente. Por lo general, insinúan más de lo que en realidad dicen y se presentan como la verdad que define al aspirante impugnado. Las campañas sucias constituyen una estafa y, en ocasiones, debieran ser tratadas como un delito. Ningún candidato presidencial que se respete a sí mismo puede apoyar una campaña sucia.
Después de tanta propaganda, tanta información incompleta, sesgada, contradictoria, de dudoso origen, de tanta opinión presumiblemente "autorizada" y tanto comentario supuestamente "desinteresado", es perfectamente probable que haya personas que se sientan más confundidas que nunca. ¿Y si el que yo creo que es el mejor candidato resulta no serlo? ¿Cómo puedo confirmarlo?
La buena noticia es que la democracia no consiste en escoger a la mejor persona. La democracia envuelve un acto de fe, mediante el cual quien reúna la mayor cantidad de votos es el mejor candidato y punto. De lo contrario, tendríamos que conceder la anulabilidad de los resultados electorales a mitad del período, cuando se nos haya revelado que el candidato elegido obtuvo el cetro presidencial mediante engaño. Por eso es que hay que insistir en que la única creencia que todos debemos compartir, en lo que concierne al proceso electoral, es que el 2 de mayo triunfará la democracia.
Me cuesta entretener la hipótesis de que hay algún grupo tramando un fraude electoral. Prefiero creer que semejante bellaquería se ha tornado imposible porque la pureza del torneo descansa en la intervención de un número tan alto de personas que sencillamente no hay la cantidad de gente necesaria para perpetrar un delito de esa magnitud.
Si el domingo 2 de mayo una amplia gama de motivaciones pasa por buena, ¿significa eso que los dignatarios de la patria, elegidos en ese acto, carecen de un rumbo prefijado, que las credenciales que oportunamente les entregará el Tribunal Electoral son como un cheque en blanco en el que los elegidos escribirán la suma y el beneficiario que se les antoje? De ninguna manera.
Más allá de los particularismos, las elecciones trascienden a los individuos. La Nación escogerá a sus dignatarios para el próximo quinquenio con un claro mensaje de que hay que insuflar nueva vida en nuestras instituciones fundamentales; las panameñas y los panameños necesitamos creer que nuestras autoridades son dignas, pues nosotros las escogimos. Cierto es que la sociedad, como siempre, espera una respuesta de parte del Estado que deberá desarrollarse en el largo, mediano y corto plazo. Sin embargo, sobre el próximo quinquenio parecieran erigirse necesidades acuciantes como antes nunca vistas.
La seguridad social reclama una acción pronta, sabia y eficaz, pues la pasividad, la lentitud y la indecisión sólo conducirán a la bancarrota financiera de la institución, lo que intensificará el estado de vulnerabilidad en que ya se encuentra una parte importante de la población y tendrá efectos desastrosos para las finanzas públicas. Sospecho que nuestra sociedad ya ha madurado, en materia de lucha contra la corrupción, lo suficiente como para exigir que cada paso (cada nombramiento, cada acto) que haga el próximo gobierno se acompañe de una dosis de integridad que lo eleve más allá de toda duda razonable. La probidad y la transparencia de la próxima administración no son un "extra" opcional a lo que debe ser una gestión eficaz y eficiente. Son más bien la condición necesaria para llevar a cabo las tareas que el momento impone.
Nadie puede saber cuáles podrían ser las situaciones mundiales que pudieran sobrevenir en el próximo quinquenio y que impactarán a la sociedad panameña. Lo que sí sabemos desde ahora es que no es aceptable escoger entre democracia y bienestar, o democracia y seguridad, porque con menos democracia no habrá ni el uno ni la otra. Más democracia sólo se logrará cuando los órganos del Estado entiendan la necesidad de facilitar un proceso constituyente y actúen en consecuencia. Abrigo la esperanza de que así lo entienda el próximo Presidente de la República, sea quien sea.
____________________________________
El Panamá América, Martes 27 de abril de 2004