Un crimen sin castigo

Dentro de las vicisitudes de este primer torneo electoral del siglo XXI, hay un hecho que es imposible pasar por alto al hacer la hoja de balance: la actuación decidida de la Presidenta de la República en apoyo a la campaña del candidato oficialista; ha reconocido públicamente que lo ha hecho, y además, ha prometido que lo va seguir haciendo. Y no sólo con él, también con "sus" candidatos a legislador, alcalde y representante.

Tamañas declaraciones de la mandataria como las publicadas en la nota de portada de El Panamá América, en su edición del 3 de abril, además de constituir un grave error (del que nadie sabe si algún día se arrepentirá) y un triste bochorno para la vida pública de esta joven democracia, son preocupantes porque muestran un alto grado de descomposición de los valores éticos y políticos que deben imperar en los certámenes electorales.

Quiero remachar el punto: no es un problema de rareza individual. Demonizar a Moscoso es algo que sólo le puede interesar a sus adversarios políticos. La presidenta ha hecho desde su cargo lo mismo que harían otros miles, entre los cuales habría representantes de todos los partidos políticos, si les tocase desempeñar el mismo cargo en las mismas circunstancias. Es una verdadera pena que personas correctas y educadas, que acompañan políticamente a la Presidenta, y que no ignoran lo reprochable de esta actuación, tengan que quedarse calladas (o aún defender el entuerto) porque la disciplina partidaria o la conveniencia política así se lo imponen.

Algunos comentaristas de la escena política han comparado el desatino presidencial del 2004 con las acciones que en 1968 causaron el juicio político a través del cual se destituyó al Presidente de la República (juicio que luego fue anulado). En efecto, una de las razones que valida la comparación es que, a pesar de que las Constituciones que sirven de marco normativo fundamental a ambos hechos históricos son distintas, las normas aplicables al caso son prácticamente idénticas, en lo que concierne a la protección del sufragio y a la responsabilidad del más alto dignatario de la nación. No voy a recordar estos hechos aquí, pero sí quiero llamar la atención sobre algunas cuestiones en torno a la responsabilidad política y jurídica de los presidentes de la República.

El artículo 130 constitucional señala una serie de prohibiciones luego de enunciar un mandato sumamente claro: "Las autoridades están obligadas a garantizar la libertad y honradez del sufragio." Nótese que no dice "El Tribunal Electoral está obligado..." Y es que el sufragio es el bien más sagrado de la democracia, y no puede ser una materia especial a cargo de una autoridad especial, como la salud bovina, por ejemplo. Todas las autoridades están obligadas a garantizar la libertad y honradez del sufragio. Esto incluye a la Presidenta de la República.

El mismo artículo enumera las prohibiciones a través de las cuales nuestra Constitución "protege" el sufragio y la primera reza así: "El apoyo oficial directo o indirecto a candidatos a puestos de elección popular, aun cuando fueren velados los medios empleados a tal fin." Adviértase que no se menciona la utilización de fondos públicos. La conducta negativa consiste en "apoyar a candidatos a puestos de elección popular", con o sin utilización de fondos públicos. Difícilmente se puede formular una prohibición de modo más abarcador y más firme. Alguien podría decir, "bueno, la Constitución dice eso, pero en realidad no es algo que pueda exigirse".

Un momento: esa actitud refleja la pervivencia de la cultura militarista en tiempos de democracia: la Constitución está allí, pero no tiene necesariamente que cumplirse; hay que manejarla según la conveniencia. Pues no, si le vamos a dar un valor sustancial a la democracia, tenemos que empezar por hacer que la Constitución se cumpla.

La Constitución y las leyes no sólo deben fijar principios, también deben establecer reglas de conducta que sean completas. Es decir, la norma debe establecer claramente en qué consiste la prohibición y qué consecuencia se deriva de ella. Porque proscribir determinadas acciones sin señalar las sanciones correspondientes es patrocinar el pecado. El problema radica en este caso en que, cuando dicha conducta reprochable la comete el primer mandatario, un fuero especial impide que se le juzgue por las autoridades ordinarias. El fuero especial se refiere, pues, a la entidad que le juzga, no a una supuesta autorización para violar la Constitución porque es el Presidente de la República.

La Constitución le otorga a la Asamblea Legislativa la potestad de ser la única entidad que puede juzgar al Presidente y señala cuáles son los cargos que se le pueden hacer. El primero de ellos dice así: "Por extralimitación de sus funciones constitucionales". Según el Diccionario de la Real Academia Española, extralimitarse significa: "Excederse en el uso de facultades o atribuciones". Se entiende que este exceso se prohíbe porque consiste en un exceso ilícito; o sea, es una acción que transgrede las normas porque atraviesa la línea divisoria entre lo que está permitido y lo que está prohibido. Este fue el fundamento del juicio político contra el presidente constitucional Marco A. Robles, que había estado apoyando a algunos candidatos oficialistas en los escrutinios de aquel año de ingrata recordación.

La misma disposición establece que la sanción consiste en la destitución y la inhabilitación para ejercer cargos públicos por el término que determine la ley. Que la Asamblea no esté en condiciones de cumplir con sus más delicadas responsabilidades, es algo que no debe extrañarnos.

Lo que llama la atención es que los adversarios políticos de la Presidenta hayan propuesto una reforma constitucional para que sea discutida y aprobada por esta Asamblea con el fin de adecentar la cosa pública.
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El Panamá América, Martes 6 de abril de 2004