Siempre me ha parecido muy apropiado llamarle "fiesta electoral" al día de las elecciones. El pasado domingo, el pueblo panameño demostró ser un modelo a imitar en el ámbito latinoamericano y, quizás, mundial. Aquí hubo un marcado sentido de la honestidad y la pureza del sufragio, pero también hubo regocijo y una recreación sana, en medio de una administración eficiente del proceso electoral. Los vencedores mostraron humildad en la grandeza de su triunfo y hasta la tristeza de los perdedores mostró su lado de nobleza y dignidad.
Los discursos del fin de la jornada merecen un breve comentario. El de Torrijos fue meramente protocolar. El presidente electo, que debió haber sentido la inminencia de su triunfo desde las tempranas horas del día, no tenía preparada ninguna declaración de impacto para la ciudadanía. Pero eso no fue lo más relevante. No había en los ojos del candidato oficialista la ponderación serena de lo que es sólo una derrota. Sobre sus hombros cayó el peso de la terminación de una carrera política. "Que otros se encarguen de esto", pareció decir, "conmigo no cuenten más."
¡Qué distintas fueron las palabras de Endara y Martinelli! Había allí un sabor a victoria en la derrota. El anuncio de que ambos le harán una oposición al gobierno de Torrijos, afirmación dolorosamente ausente en los arnulfistas (incluyendo a la Presidenta), es la clave del compromiso democrático, porque sin oposición no hay buen gobierno. Ello fue una muestra clara de lo que es la madurez de la actitudes democráticas.
Ya que se trata de una fiesta, debemos tener muy claro qué es lo que celebramos. Por la calidad del sufragio expresado en las urnas y por la transparencia del proceso, las panameñas y los panameños nos felicitamos. Esa decisión tiene la magia de transfigurar al candidato ganador en el legítimo mandatario de la nación. Así es la democracia, pero allí no se agota la cuestión. Con más de 600 mil votos tras de sí, Martín Torrijos pasa a ser el presidente electo y tiene, desde ya, obligaciones y deberes derivados de la responsabilidad que el país le ha encomendado. Lo de septiembre se refiere sólo al momento en que oficialmente comenzarán él y su equipo a ejecutar las tareas de gobierno.
Lo que la nación espera de él es que acometa, a la mayor brevedad, el planeamiento de acciones y la conformación de una amplia fuerza de tarea (dentro de la cual el Consejo de Gabinete es únicamente una parte) para hacer frente a la deuda democrática cuyo saldo pesa sobre todos. Comienza, pues, un nuevo ciclo democrático pletórico de retos.
Cuando se conozcan los resultados de las otras elecciones (legisladores, alcaldes, representantes, miembros del Parlacen), habrá terminado lo sustancial del proceso electoral. Cierto es que la entrega de credenciales y la solución de los conflictos planteados (impugnaciones, denuncias, etc.) son parte de ese proceso, pero todo indica que ya nada fundamental estará en juego. Se trata solamente de situaciones jurídicas en las que lo único que corresponde es la recta aplicación de la ley por las autoridades electorales y judiciales, que para nada habrá interferido con la voluntad política de la nación. Llegamos al fin de este largo y a veces aburrido torneo, pero no me refiero sólo a eso cuando titulo este escrito.
Se acabó la fiesta, porque 8 de 10 panameños votaron decididamente en contra del actual gobierno. Hay que tomar en cuenta el altísmo porcentaje de participación electoral (77%), ligeramente superior al de 1999. No he revisado todas las estadísticas electorales del siglo pasado, pero me atrevo a afirmar que no ha habido candidato oficialista que haya sido apaleado de modo tan severo en unos comicios limpios.
El 16% que obtuvo el candidato oficialista, sumados los tres partidos de la alianza de gobierno, es un resultado humillante que ni siquiera los presidentes títeres de los militares conocieron jamás. ¿A que se debió semejante descalabro? No faltará quien intente disfrazar lo ocurrido recurriendo a todo tipo de falacias. Lo cierto es que ese 16% no es la medida de un candidato arnulfista, cuyas masas son seguramente superiores a tan magro porcentaje.
Ese 16% es la medida del rechazo al actual gobierno y de desaprobación al estilo presidencial de Moscoso, que pareció ignorar que el poder es efímero y que en política uno no puede salirse con la suya todas las veces. Gobernó sin pensar que un día dejaría de hacerlo, por exactamente las mismas razones que otro día tuvo la oportunidad de hacerlo, porque así lo quiso la gente. Probablemente nunca sepamos en qué momento se aguaron sus convicciones democráticas, ni qué la hizo perder esa conexión con los sentimientos de la gente que los sociólogos llaman carisma.
Se acabó también la fiesta de las encuestas fraudulentas. Es deber de las autoridades electorales proseguir con la investigación de lo que fue algo un poco más grave que una estafa. Fue el intento ilícito de confundir y manipular la voluntad de la nación. Si queda impune esta vez, lo volverán a hacer dentro de cinco años. Si se castiga ejemplarmente, habremos fortalecido la confianza en las prácticas democráticas. Que no se diga que fue un error de cálculo; que se investigue y se sancione a los que calcularon ocasionar un daño.
Con los resultados del 2 de mayo el gobierno de Moscoso queda virtualmente descalificado para emprender cualquier cosa nueva. Su posición es la de un administrador interino, mientras se preparan los nuevos dignatarios de la nación. Aquello de que "gobernaré hasta el último día", no es más que una selección llamativa de palabras. Los días y semanas que restan de este período presidencial sólo tienen sentido como período de transición. Si así lo entiende la actual administración, habrá empezado a devolvernos lo que hace cinco años le prestamos.
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El Panamá América, Martes 4 de mayo de 2004