Aunque el segundo debate de los candidatos presidenciales incluía en su temario la justicia, las respuestas devueltas por los aspirantes pusieron al descubierto la ausencia generalizada de un planteamiento ordenado y ordenador. Tanto por lo que se dijo de forma repetitiva, como por su sinfonía de silencios (¿o consenso?), la ciudadanía tiene buenas razones para mantener un alto nivel de alerta sobre una institución cuyo futuro ofrece muchas interrogantes y cuyo presente está signado por la crisis.
Y es que la justicia no es como un sector de la economía por cuyo desarrollo se puede optar o no, ni como un grupo de la población al que hay que compensar en su desventaja para que su situación no sea tan grave. Tampoco es su objetivo luchar contra la corrupción, que es un poco el sabor que dejaron los planteamientos de los políticos. Distinto es que una justicia independiente, imparcial y eficaz sea el mejor arma en la lucha contra la corrupción.
Una justicia de calidad es una condición necesaria para el afianzamiento del Estado de derecho, el desarrollo de la democracia y el crecimiento económico equitativo. Por el contrario, la mala justicia golpea a toda la economía y a toda la población; pero no los golpea a todos por igual, ni las reacciones de los afectados son las mismas. La violencia como una forma de justicia privada ante la denegación de justicia, o la corrupción institucional como mecanismo para contrarrestar las disfunciones de un aparato ineficiente, son solo algunos de los productos derivados de una deficiente administración de justicia.
¿Hasta qué punto la jefatura política que se decidirá en los comicios del 2 de mayo puede tener un impacto sobre la justicia de modo que se justifique su inclusión en los temas de debate? Para empezar la idea más persistente, es que el mejoramiento de la administración de justicia depende de que se hagan buenos nombramientos en la Corte Suprema, lo cual es responsabilidad del Ejecutivo. Todos los competidores en el certamen presidencial, con excepción del oficialista, prometieron hacer buenos nombramientos. Veamos en qué consisten.
Sin entrar en detalles sobre el limitado alcance del cargo de magistrado de la máxima corporación judicial, vale la pena recordar que la Corte Suprema es un tribunal colegiado integrado por nueve miembros, que cuatro de sus integrantes concluirán el periodo (de diez años) para el que fueron nombrados en los próximos cinco años, y que, como consecuencia de la exactitud de las matemáticas, los cinco magistrados designados en el último lustro por el actual Ejecutivo seguirán siendo una mayoría durante el período completo del próximo Presidente de la República.
¿Es entonces un planteamiento realista afirmar que la designación de dos "buenos" magistrados, uno en la Sala Civil y otro en lo Contencioso-administrativo a partir de enero de 2006 (que es cuando corresponde al próximo gobierno hacer sus primeros nombramientos), y otros dos "buenos" magistrados, uno en la Sala Penal y otro en la Civil, a partir de enero de 2008, traerá un cambio significativo en la administración de justicia?
No me parece que es legítimo esperar que estos nombramientos así escalonados, por muy buenos que pudieran ser, vayan a producir por sí mismos una mejora en la protección de los derechos de las personas, y un robustecimiento de los principios de la seguridad y la certeza jurídicas que el desarrollo de la gente y las actividades económicas necesitan con urgencia. Tampoco creo que todo el problema de la justicia se reduce a lo que ocurre en la Corte Suprema, que dicho sea de paso, solo atiende un 3% de los más de cien mil casos que ingresaron al Órgano Judicial el año pasado. La gente común, esa que produce cantidades masivas de votos, ni siquiera verá sus expedientes llegar a la Corte Suprema en la inmensa mayoría de los casos. ¿Significa esto que el 97% de los casos depende única y exclusivamente de las soluciones internas que le pueda dar el Órgano Judicial? Pienso que no.
Es cierto que los tribunales de justicia configuran otro poder del Estado y que los ministros de Estado no pueden ni deben meter las manos en los despachos judiciales para aligerar el trámite de ninguna cosa. Sin embargo, lo que no se visualiza es que las soluciones que necesita la justicia panameña son sistémicas, es decir, no dependen de lo que se haga en los tribunales solamente, y envuelven tanto problemas de diseño como de gerencia. Además del Ministerio Público y la PTJ, hay una serie de oficinas públicas, como el Ministerio de la Juventud, que guardan relación directa con el sistema de justicia, siendo las cárceles su emblema más dramático.
¿No sería materia de un renovado liderazgo político estimular el apoyo ciudadano y la participación organizada de la sociedad civil en materia de justicia? ¿No es acaso una cuestión de voluntad política asignar los fondos para financiar proyectos de inversión en materia de justicia, tanto en infraestructura como en el uso de nuevas tecnologías? ¿Puede el déficit en cuanto al número de tribunales, defensores, y agencias de instrucción ser subsanado por la sola decisión de la Corte Suprema?
Le compete tanto al gobierno como a los actores sociales promover la mediación, la conciliación y la negociación como métodos alternos para resolver los conflictos que de otra manera terminan abarrotando los tribunales y ralentizando los procesos. Pero hacer todo esto bien y con efectividad necesita visión de futuro y compromiso de cambio, cualidades que son típicamente políticas, en el buen sentido de la palabra. Algún día tendremos un debate al respecto.
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El Panamá América, Martes 23 de marzo de 2004